Se acostumbra identificar
generaciones a partir de los atributos característicos de
quienes las integran, los rasgos que las definen. No hace
mucho, el dramaturgo estadounidense de vanguardia Richard
Foreman reparó en las "personas panqueque". Dijo lo
siguiente: "Provengo de una tradición de la cultura
occidental cuyo ideal (también el mío) era la estructura
compleja, densa, semejante a una catedral que definía a las
personalidades bien educadas; un hombre o una mujer que
llevaba dentro de sí una versión personalmente construida, y
por lo tanto original, de toda la herencia occidental.
"Pero en la actualidad -prosigue Foreman- advierto en todos
nosotros, incluyéndome a mí, el reemplazo de la compleja
densidad interior por un nuevo tipo de autoevolución que
responde a la presión que ejercen la sobrecarga de
información y el advenimiento de la tecnología de lo
«disponible al instante». Un nuevo ser, que necesita
contener un repertorio cada vez menor de aquella densa
herencia cultural. Somos «personas panqueque»: extendidas en
superficie y de un espesor muy delgado para conectarnos a
esa vasta red de información a la que accedemos por el
simple hecho de oprimir un botón."
Es la anterior una sugerente descripción de nuestra
evolución cultural. Si bien resulta evidente que hoy tenemos
a nuestro alcance, de manera casi instantánea, todo lo que
puede llegar a interesarnos, también lo es el hecho de que
mucho de eso a lo que accedemos ocupa nuestra atención
apenas durante segundos. De este modo, contribuye muy poco a
construir aquella ideal "catedral interior" de antaño, densa
y compleja, llena de recovecos y significados posibles. Es
más, ese contacto fugaz y superficial crea en nosotros la
falsa ilusión de conocer. Quienes llevamos vividos muchos
años, advertimos con claridad la diferencia. Aunque nos
maravillan las tecnologías actuales, que adoptamos con
entusiasmo, echamos de menos, sin embargo, el tiempo de
elaboración interior de lo que el mundo nos brinda. Por eso
resulta tan atractiva la concepción de que nuestro interior
está extendido en superficie, pero es intelectualmente muy
delgado: un panqueque.
Puesto que ese interior de las personas está escasamente
construido, vacío, éstas "tienen mucho miedo de estar dentro
de su ser", como lo señala el escritor español Jesús
Ferrero. Porque cobijarnos dentro de nosotros es un óptimo
recurso para defendernos de la adversidad, como
acertadamente lo hace notar Manuel Vicent en uno de sus
escritos recientes. Habla en él de las cabañas que
construimos cuando niños, ese mundo propio en el que nos
aislábamos de la realidad que percibíamos como hostil.
Señala Vicent que, con la inocencia, perdimos la seguridad
que nos daban esas cabañas de nuestra niñez. "Al dejar de
jugar -dice- quedamos desguarecidos, solos en la intemperie,
lejos del mundo de los sueños, frente a unos enemigos
reales. Es evidente que estamos rodeados de basura por todas
partes."
Con esperanza, sin embargo, señala que "existen seres
privilegiados, que son capaces todavía de montar a cualquier
edad aquella cabaña de la niñez en el interior de su
espíritu para hacerse imbatibles dentro de ella frente a la
adversidad. Si uno la mantiene limpia, es como si estuviera
limpio todo el universo; si en su interior suena Bach, la
música invadirá también todas las esferas celestes".
Precisamente la construcción de ese reducto interior, tarea
al alcance de todos, está más cercana a la catedral que al
panqueque, a lo denso que a lo liviano, a lo reflexivo que a
lo impulsivo. Para resistir la agresión de la sucia
realidad, de los actos de barbarie o de fanatismo, Vicent
nos propone retirarnos a nuestro interior, imaginando "que
es aquella cabaña en la que de niños nos sentíamos tan
fuertes". La catedral nos acogerá; el panqueque no podrá
hacerlo.
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Por Guillermo Jaim Etcheverry
El autor es educador y ensayista
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