Un valor fundante de la civilización ha sido la clara
percepción de la continuidad histórica. En general, cada
nueva generación se considera inserta en un proceso que,
aunque con interrupciones, responde a esa continuidad de lo
humano. No ha sido habitual poner en duda la convicción de
que somos herederos del pasado y que modificando y
acrecentando esa herencia conformamos el legado que
transmitiremos a quienes nos seguirán. Ya en el siglo I a.C.
Cicerón expresó esta idea en el Orator: "Desconocer lo que
ocurrió antes de nuestro nacimiento es seguir siendo siempre
un niño. Porque, ¿cuál es el valor de la vida humana si no
se relaciona con las vidas de nuestros antepasados a través
de lo que nos cuenta la historia?" Por eso, hasta no hace
mucho, el objetivo central de padres y maestros era ponernos
en posesión de esa herencia a la que nos consideraban con
derecho. Afirmaban así la continuidad de lo humano.
Parafraseando a Cicerón, se podría decir que la sociedad
actual, por el contrario, se propone lograr que
permanezcamos siendo niños. Así se explica el desinterés por
incorporar a las nuevas generaciones a ese continuo al que
antes se nos introducía mediante la educación. Es más, hoy
se privilegia la ruptura y, por eso, el pasado ha caído en
descrédito, al concebirlo como un lastre, una carga inútil
para nuestra vida.
No se trata de una mutación irrelevante, ya que sólo si
olvidamos lo que somos, y sobre todo lo que podemos llegar a
ser -dimensión que debería darnos la educación-, resultará
posible que se nos construya otra identidad. Alguien ha
señalado, con acierto, que hoy la identidad nos la
construyen sobre el olvido de lo que somos. Precisamente, la
educación tiene como finalidad recordarnos permanentemente
eso que somos al develar los lazos que nos unen al pasado,
haciendo así evidente aquello de lo que somos capaces en
nuestro futuro, ya que otros han podido hacerlo.
"¿Seríamos quienes somos de haber sido otros nuestros ayeres?",
se interroga agudamente la periodista española Maruja
Torres. Claramente no: somos lo que somos porque nuestro
pasado fue
el que fue. Y en esa respuesta categórica se cifra el valor
que, aunque agazapado, no nos abandona: el de la continuidad
histórica. Creo haber mencionado en alguna ocasión la frase
que le escuché a Felipe González: "Educar es hacer de una
persona un ser histórico", rotunda afirmación de la esencia
de la civilización.
Por eso, tal vez deberíamos revisar nuestro comportamiento,
a veces algo ligero, que nos hace cómplices de ocultar esos
ayeres que nos han hecho ser lo que hoy somos. Debemos
resistirnos al olvido programado de la grandeza que encierra
cada persona en virtud de lo que es capaz de ser,
advirtiendo que ese olvido es imprescindible para que nos
construyan una identidad adecuada a los valores
predominantes en la civilización actual. Es más, sólo si
somos desheredados, si renegamos de la continuidad, es
decir, si quedamos niños, resultará factible modelarnos para
que aceptemos con mansedumbre la exaltación de lo efímero,
lo superficial, lo fugaz como únicas posibilidades de lo
humano.
Como siempre, los grandes creadores son quienes más se
aproximan a la esencia de las cosas. En 1977, en su poema A
Francia, de Historia de la noche, Borges dice: "El
frontispicio del castillo advertía: «Ya estabas aquí antes
de entrar y cuando salgas no sabrás que te quedas»". Es que
estábamos aquí antes de llegar al mundo y, aunque no lo
advirtamos, algo nuestro quedará en él cuando lo
abandonemos. La tarea de educar a las nuevas generaciones
consiste nada menos que en ayudarles a tomar conciencia de
esa permanencia, descubriéndoles orígenes y futuro al
ponerlos en posesión de su herencia. Intuirán así, como dice
el poeta, que ya estaban antes de llegar y que se quedarán
por lo que hagan con ese tesoro que les hemos confiado.
revista@lanacion.com.ar
El autor es educador y ensayista
Por
Guillermo Jaim Etcheverry
|