Domingo 23 de agosto de 2009

 Reflexiones
 El lazo de lo humano

  

Un valor fundante de la civilización ha sido la clara percepción de la continuidad histórica. En general, cada nueva generación se considera inserta en un proceso que, aunque con interrupciones, responde a esa continuidad de lo humano. No ha sido habitual poner en duda la convicción de que somos herederos del pasado y que modificando y acrecentando esa herencia conformamos el legado que transmitiremos a quienes nos seguirán. Ya en el siglo I a.C. Cicerón expresó esta idea en el Orator: "Desconocer lo que ocurrió antes de nuestro nacimiento es seguir siendo siempre un niño. Porque, ¿cuál es el valor de la vida humana si no se relaciona con las vidas de nuestros antepasados a través de lo que nos cuenta la historia?" Por eso, hasta no hace mucho, el objetivo central de padres y maestros era ponernos en posesión de esa herencia a la que nos consideraban con derecho. Afirmaban así la continuidad de lo humano.

Parafraseando a Cicerón, se podría decir que la sociedad actual, por el contrario, se propone lograr que permanezcamos siendo niños. Así se explica el desinterés por incorporar a las nuevas generaciones a ese continuo al que antes se nos introducía mediante la educación. Es más, hoy se privilegia la ruptura y, por eso, el pasado ha caído en descrédito, al concebirlo como un lastre, una carga inútil para nuestra vida.

No se trata de una mutación irrelevante, ya que sólo si olvidamos lo que somos, y sobre todo lo que podemos llegar a ser -dimensión que debería darnos la educación-, resultará posible que se nos construya otra identidad. Alguien ha señalado, con acierto, que hoy la identidad nos la construyen sobre el olvido de lo que somos. Precisamente, la educación tiene como finalidad recordarnos permanentemente eso que somos al develar los lazos que nos unen al pasado, haciendo así evidente aquello de lo que somos capaces en nuestro futuro, ya que otros han podido hacerlo.

"¿Seríamos quienes somos de haber sido otros nuestros ayeres?", se interroga agudamente la periodista española Maruja Torres. Claramente no: somos lo que somos porque nuestro pasado fue

el que fue. Y en esa respuesta categórica se cifra el valor que, aunque agazapado, no nos abandona: el de la continuidad histórica. Creo haber mencionado en alguna ocasión la frase que le escuché a Felipe González: "Educar es hacer de una persona un ser histórico", rotunda afirmación de la esencia de la civilización.

Por eso, tal vez deberíamos revisar nuestro comportamiento, a veces algo ligero, que nos hace cómplices de ocultar esos ayeres que nos han hecho ser lo que hoy somos. Debemos resistirnos al olvido programado de la grandeza que encierra cada persona en virtud de lo que es capaz de ser, advirtiendo que ese olvido es imprescindible para que nos construyan una identidad adecuada a los valores predominantes en la civilización actual. Es más, sólo si somos desheredados, si renegamos de la continuidad, es decir, si quedamos niños, resultará factible modelarnos para que aceptemos con mansedumbre la exaltación de lo efímero, lo superficial, lo fugaz como únicas posibilidades de lo humano.

Como siempre, los grandes creadores son quienes más se aproximan a la esencia de las cosas. En 1977, en su poema A Francia, de Historia de la noche, Borges dice: "El frontispicio del castillo advertía: «Ya estabas aquí antes de entrar y cuando salgas no sabrás que te quedas»". Es que estábamos aquí antes de llegar al mundo y, aunque no lo advirtamos, algo nuestro quedará en él cuando lo abandonemos. La tarea de educar a las nuevas generaciones consiste nada menos que en ayudarles a tomar conciencia de esa permanencia, descubriéndoles orígenes y futuro al ponerlos en posesión de su herencia. Intuirán así, como dice el poeta, que ya estaban antes de llegar y que se quedarán por lo que hagan con ese tesoro que les hemos confiado.

revista@lanacion.com.ar

El autor es educador y ensayista 

Por Guillermo Jaim Etcheverry



 

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