Dale Stephens tiene 19 años, es un "emprendedor" -como lo
identifican las notas que abundantemente se ocuparon de él
en varios medios norteamericanos- y estudiante en el Hendrix
College de Conway, Arkansas. Aunque no por mucho tiempo:
hace algunos meses, Stephens creó UnCollege, un sitio web
destinado a quienes quieren educarse sin ir a la
universidad. Por 100 dólares por mes, los suscriptores
pueden acceder a una red de "mentores" a los que acudir
mientras de manera autónoma eligen qué "materias" cursar y
se autoevalúan.
En el manifiesto del movimiento UnCollege, Stephens explica
que "un título universitario no es un prerrequisito para la
vida" y describe "los 12 pasos para el aprendizaje
autodirigido". El sabe de autoformación: sus padres
adhirieron al movimiento de educación doméstica cuando él
estaba en quinto grado. Su desencanto con el aprendizaje
institucional llegó a los pocos meses de comenzar su primer
año en el college: "No creo haber aprendido allí nada que no
pudiera haber aprendido por mí mismo", afirma.
La iniciativa pasaría quizás inadvertida entre tanto
activismo online de distinto tipo, solidez y alcance, pero
resalta porque aparece enmarcada en un clima social de
cuestionamiento a la universidad que atraviesa Estados
Unidos. Allí, desde fines de 2007, la recesión económica ha
afectado tanto el valor de las propiedades, la dimensión de
los ahorros y el déficit nacional como la confianza en las
ventajas de ir a la universidad.
Crisis en el campus, ¿Educación superior? , En la base de la
torre de marfil, 8 alternativas a la universidad y Plan B:
saltear la facultad , son libros y artículos periodísticos
que reflejan un escepticismo creciente. Las críticas más
difundidas se basan en un cálculo de costo-beneficio: enviar
a un hijo a la universidad en los Estados Unidos resulta
cada vez más caro, las deudas que se contraen para hacerlo
son exorbitantes y, en una economía que se achica, las
posibilidades de obtener ganancias por ese esfuerzo se
reducen. En efecto, según un artículo reciente en la revista
New York , en los últimos 25 años el costo total de una
carrera universitaria aumentó un 440%, mientras The New York
Times informó en una nota de tapa hace algunas semanas que
las deudas por préstamos estudiantiles en ese país se
acercan al billón de dólares, y superan a la deuda de
tarjetas de crédito por primera vez en la historia.
Pero, más allá de los números, también hay reservas sobre la
calidad de la enseñanza de muchas instituciones; de hecho, a
pesar de que algunas de sus universidades encabezan todos
los rankings mundiales, Estados Unidos tiene la tasa de
abandono más alta de los países industrializados (algo más
del 40%).
Es cierto, se dirá con razón, que este cuestionamiento no es
inédito para la universidad norteamericana: como describe
Christopher Lucas en La educación superior norteamericana
(editado aquí por la Universidad de Palermo), el debate
entre la educación clásica y la investigación en los planes
de estudio en el siglo XIX, la integración de los
estudiantes negros en los años 60, la crítica a la calidad
de la formación en los 70, y el recorte de fondos estatales
para las universidades desde hace algunas décadas son todas
instancias en que las universidades norteamericanas se
vieron interpeladas, desde adentro y desde afuera.
Reconocido eso, y advirtiendo que comparar las universidades
norteamericanas y argentinas sin tergiversar filosofías,
historias y realidades socioeconómicas es imposible (es una
de las razones por las que los rankings universitarios son
poco confiables), quizás el clima de cuestionamiento a la
universidad en ese país pueda servir para una reflexión con
mirada local. En principio, sobre la disposición social a
dar ese debate.
Es cierto que sería raro encontrar en la Argentina un Dale
Stephens que reniegue de la educación formal. A pesar del
supuesto estado de "crisis" en que se encuentra la educación
argentina desde hace décadas -un rótulo, por cierto, que se
repite sin explicitar qué está en crisis, en qué niveles y
con qué alcances-, el sentido de ir a la universidad no se
cuestiona aquí públicamente. Por un lado, porque prevalece
entre nosotros la memoria colectiva de ascenso social
gracias a la educación pero, además, porque nuestro debate
universitario, educativo en general, está plagado de tabúes.
Sin poner en cuestión el impacto de la educación superior en
el desarrollo económico y la vitalidad ciudadana de un país,
podría discutirse, por ejemplo, si tras el bienvenido
incremento de recursos para la investigación desde 2003 las
universidades no deberían encontrar ahora la manera de
incentivar la docencia universitaria, subestimada detrás de
la obligación de publicar papers, armar proyectos de
investigación y sumar asistencia a congresos. O reconocer
que los estudiantes se han vuelto diversos en edad, solidez
formativa, intereses y -aunque con limitaciones- orígenes
socioeconómicos, y que eso demanda adaptaciones académicas e
institucionales.
En el mismo sentido, los conflictos que vienen enfrentando
desde hace algunos años algunas universidades públicas y
masivas (tomas de escuelas y rectorados, elecciones de
autoridades impedidas, por ejemplo) ¿pueden seguir
atribuyéndose exclusivamente al activismo partidario? ¿No
serán señales de que algo en el gobierno de las
universidades demanda ser al menos repensado?
¿Por qué se siguen abriendo sedes de universidades, muchas
en provincias alejadas de la "casa central", que a veces no
cuentan con mayor control y reproducen carreras que ya se
dictan en esas zonas? ¿Hasta cuándo puede subsistir sin
reformas un sistema de posgrado en el que sólo entre el 7 y
el 20 por ciento de los estudiantes presenta sus tesis?
Los asuntos que se eligen como temas de discusión pública
dicen tanto de un país como los que se silencian. Es al
menos curioso que Estados Unidos, uno de los países con el
sistema universitario más prestigioso del mundo, esté tan
convencido de que su educación superior atraviesa una crisis
inédita en la historia. Tanto como que en la Argentina
-donde la educación universitaria conserva una valoración
social que pocas instituciones lograron mantener en las
últimas décadas- nuestras universidades no sean objeto de
preocupación colectiva.
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