Viernes 20 de mayo de 2011 | Publicado en edición impresa

 

De eso no se habla
Raquel San Martín LA NACION
  

Dale Stephens tiene 19 años, es un "emprendedor" -como lo identifican las notas que abundantemente se ocuparon de él en varios medios norteamericanos- y estudiante en el Hendrix College de Conway, Arkansas. Aunque no por mucho tiempo: hace algunos meses, Stephens creó UnCollege, un sitio web destinado a quienes quieren educarse sin ir a la universidad. Por 100 dólares por mes, los suscriptores pueden acceder a una red de "mentores" a los que acudir mientras de manera autónoma eligen qué "materias" cursar y se autoevalúan.

En el manifiesto del movimiento UnCollege, Stephens explica que "un título universitario no es un prerrequisito para la vida" y describe "los 12 pasos para el aprendizaje autodirigido". El sabe de autoformación: sus padres adhirieron al movimiento de educación doméstica cuando él estaba en quinto grado. Su desencanto con el aprendizaje institucional llegó a los pocos meses de comenzar su primer año en el college: "No creo haber aprendido allí nada que no pudiera haber aprendido por mí mismo", afirma.

La iniciativa pasaría quizás inadvertida entre tanto activismo online de distinto tipo, solidez y alcance, pero resalta porque aparece enmarcada en un clima social de cuestionamiento a la universidad que atraviesa Estados Unidos. Allí, desde fines de 2007, la recesión económica ha afectado tanto el valor de las propiedades, la dimensión de los ahorros y el déficit nacional como la confianza en las ventajas de ir a la universidad.

Crisis en el campus, ¿Educación superior? , En la base de la torre de marfil, 8 alternativas a la universidad y Plan B: saltear la facultad , son libros y artículos periodísticos que reflejan un escepticismo creciente. Las críticas más difundidas se basan en un cálculo de costo-beneficio: enviar a un hijo a la universidad en los Estados Unidos resulta cada vez más caro, las deudas que se contraen para hacerlo son exorbitantes y, en una economía que se achica, las posibilidades de obtener ganancias por ese esfuerzo se reducen. En efecto, según un artículo reciente en la revista New York , en los últimos 25 años el costo total de una carrera universitaria aumentó un 440%, mientras The New York Times informó en una nota de tapa hace algunas semanas que las deudas por préstamos estudiantiles en ese país se acercan al billón de dólares, y superan a la deuda de tarjetas de crédito por primera vez en la historia.

Pero, más allá de los números, también hay reservas sobre la calidad de la enseñanza de muchas instituciones; de hecho, a pesar de que algunas de sus universidades encabezan todos los rankings mundiales, Estados Unidos tiene la tasa de abandono más alta de los países industrializados (algo más del 40%).

Es cierto, se dirá con razón, que este cuestionamiento no es inédito para la universidad norteamericana: como describe Christopher Lucas en La educación superior norteamericana (editado aquí por la Universidad de Palermo), el debate entre la educación clásica y la investigación en los planes de estudio en el siglo XIX, la integración de los estudiantes negros en los años 60, la crítica a la calidad de la formación en los 70, y el recorte de fondos estatales para las universidades desde hace algunas décadas son todas instancias en que las universidades norteamericanas se vieron interpeladas, desde adentro y desde afuera.

Reconocido eso, y advirtiendo que comparar las universidades norteamericanas y argentinas sin tergiversar filosofías, historias y realidades socioeconómicas es imposible (es una de las razones por las que los rankings universitarios son poco confiables), quizás el clima de cuestionamiento a la universidad en ese país pueda servir para una reflexión con mirada local. En principio, sobre la disposición social a dar ese debate.

Es cierto que sería raro encontrar en la Argentina un Dale Stephens que reniegue de la educación formal. A pesar del supuesto estado de "crisis" en que se encuentra la educación argentina desde hace décadas -un rótulo, por cierto, que se repite sin explicitar qué está en crisis, en qué niveles y con qué alcances-, el sentido de ir a la universidad no se cuestiona aquí públicamente. Por un lado, porque prevalece entre nosotros la memoria colectiva de ascenso social gracias a la educación pero, además, porque nuestro debate universitario, educativo en general, está plagado de tabúes.

Sin poner en cuestión el impacto de la educación superior en el desarrollo económico y la vitalidad ciudadana de un país, podría discutirse, por ejemplo, si tras el bienvenido incremento de recursos para la investigación desde 2003 las universidades no deberían encontrar ahora la manera de incentivar la docencia universitaria, subestimada detrás de la obligación de publicar papers, armar proyectos de investigación y sumar asistencia a congresos. O reconocer que los estudiantes se han vuelto diversos en edad, solidez formativa, intereses y -aunque con limitaciones- orígenes socioeconómicos, y que eso demanda adaptaciones académicas e institucionales.

En el mismo sentido, los conflictos que vienen enfrentando desde hace algunos años algunas universidades públicas y masivas (tomas de escuelas y rectorados, elecciones de autoridades impedidas, por ejemplo) ¿pueden seguir atribuyéndose exclusivamente al activismo partidario? ¿No serán señales de que algo en el gobierno de las universidades demanda ser al menos repensado?

¿Por qué se siguen abriendo sedes de universidades, muchas en provincias alejadas de la "casa central", que a veces no cuentan con mayor control y reproducen carreras que ya se dictan en esas zonas? ¿Hasta cuándo puede subsistir sin reformas un sistema de posgrado en el que sólo entre el 7 y el 20 por ciento de los estudiantes presenta sus tesis?

Los asuntos que se eligen como temas de discusión pública dicen tanto de un país como los que se silencian. Es al menos curioso que Estados Unidos, uno de los países con el sistema universitario más prestigioso del mundo, esté tan convencido de que su educación superior atraviesa una crisis inédita en la historia. Tanto como que en la Argentina -donde la educación universitaria conserva una valoración social que pocas instituciones lograron mantener en las últimas décadas- nuestras universidades no sean objeto de preocupación colectiva.

 

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